Xeón
Recuerdo la primera vez que me despedí de ti.
Un domingo por la mañana. Como muchos otros domingos, nuestra rutina, que aún siendo rutina nos gustaba tanto, parecía la de siempre. El día anterior habíamos tenido reunión, mi despedida, en casa. Estuviste ahí, no era siquiera una opción el que no estuvieras. Contento, como siempre lo has estado, con toda la gente. Corriendo. Sin entender quizás mis miradas. Metías tu cabeza en los respaldos de las sillas, mientras los demás comíamos. Pedías comida, como siempre lo has hecho. Presionabas tu cabeza en mis piernas – o para el caso, en las piernas que te quedaran cerca – esperando recibir cariños y caricias. Desde fuera uno pensaría que nunca fuiste querido, que nunca te hacían caricias, que te faltaba cariño, cuando en realidad siempre ha sido lo contrario. Aún con tu mal olor, la gente simplemente te quería.
Ese domingo, hace ya poco más de 3 años, está ya en mi memoria algo borroso. Pero recuerdo bien nuestro paseo. Mi sensación, la del eterno fatalista que puedo llegar a ser, de que ese sería el último paseo que daríamos juntos. Caminando por las calles por las que llevábamos ya 3 años caminando juntos, casi todos los días, después de que te llevamos a vivir a la oficina. Calles por donde habías ladrado, por donde habías coqueteado, por donde habías peleado. Cuántos de mis pensamientos, de mis razonamientos, de mi pienso-luego-existo, se dieron por esas calles, mientras nos acompañábamos mutuamente.
Regresamos a la oficina. Eramos sólo tu y yo, y Kalinka, a quien la vida le pasa por encima y no se inmuta. Me senté frente a mi despacho, te sentaste a mi lado. Te abracé. Te pedí perdón por lo que estaba a punto de hacer. Te iba a abandonar. Te dejaba en buenas manos: mi padre te ha querido siempre tanto como yo. Sé que por eso es que no me pesaba tanto el abandonarte, aunque sabía que te extrañaría todos y cada uno de los días que estuviera fuera. Eres, a fin de cuentas, el único ser con el que no puedo tener más contacto, de ninguna manera. Tu, como siempre, lloriqueabas, en ese lenguaje tuyo de quejas y lamentos sin razón. Será que nunca hemos sido suficientemente inteligentes para entenderlos.
Tenía un nudo en la garganta.
Nunca fuiste el perro más saludable del mundo. Si estabas ahí en la oficina fue porque una de las muchas teorías sobre tus problemas de piel era que eras alérgico al pasto. Al final resultó que tenías hipotiroidismo, pero todos estábamos mejor contigo en la oficina. Mi mamá tenía su jardín completo para ella. La Koshka no tenía que sufrir tus incesantes intentos por hacer amistad con ella. Tu estabas rodeado de gente todo el día, inclusive de gatos, de quienes fuiste como un padre adoptivo. Kalinka tuvo 5 ó 6 camadas, 15 o más gatitos, le perdí la cuenta en 15; a pesar de que nunca fue tu gran amiga, nunca tuvo problemas porque estuvieras ahí con sus cachorros. De Pi, de la primera camada, sí que te hiciste amigo y compañía. Le gustaba subirse al patio donde duermes cuando nos íbamos por la noche de la oficina, y en muchas ocasiones me la encontré dormida dentro de tu casa. Le compartías inclusive tus croquetas. Estando en la oficina, además de la compañía, te paseaba todos los días. Cuando menos una vez, y en general dos veces, una a medio día, otra en la noche.
Ese domingo sería el último día que te pasearía como parte de mi rutina diaria. Por tus enfermedades, aunque controladas, suponía que no durarías muchos años más. Y pensaba que quizás sería la última vez que me despediría de ti.
6 meses después regresé, y ahí estabas, todavía lloriqueando y corriendo con alegría al reconocerme.
El recuerdo más antiguo que tengo de escuchar una de mis canciones preferidas, World Citizen, fue un día mientras regresábamos de urgencia de un camping: por la mañana algo hablas comido que parecía no te dejaba respirar bien. No recuerdo bien la fecha de ese camping, pero creo que fue en el 2006. Ernesto había muerto poco antes, y recuerdo que mientras conducía, bajando la Sierra Fría, escuchábamos esa canción, creo que en repeat, y yo pensaba mucho en él. Cuando por fin regresamos a Aguascalientes tu ya estabas como si nada, quizás hasta indignado porque el paseo había durado muy poco. David Sylvian es, 6 años después, un ingrediente diario de mi música, y, como de muchas otras cosas en mi vida, tu lo eres de manera indirecta.
Ahora que los años pasan y empiezan a cobrarte factura, ahora que empiezas a olvidarte de las cosas (o, según el veterinario eso sucede) y a hacer del baño en donde no debes, me siento a escribirte otra despedida. Una que no podrás nunca entender, o ver siquiera. Una despedida más del Xeón que llevo dentro de mi, que me acompaña cada día, aún a miles de kilómetros de distancia, en fotos y en recuerdos.
¡Cómo echo de menos salir a caminar contigo! Sentir ese aire, a veces no tan fresco, en la espalda o en la cara. Desesperarme a veces porque te pares a olisquear en cada rincón. Preocuparme por que nos encontremos a algún otro perro con el que puedas tener algún problema, aún cuando en las veces que nos hemos encontrado más perros siempre has salido airoso. No dejas de ser un Pastor Alemán grande, y en tu época, muy fuerte.
La última vez que fui a México, hace unos meses, ya no tenías la fuerza y el vigor que tenías antes. Tus patas traseras parecieran fallar. Te sentía cansado, o quizás adolorido. No sé si a los perros les den reumas, pero es una de las teorías que manejamos ahora. Aún así, nunca en las 3 semanas que estuve, dejaste de aprovechar momento para pasear. Aún si unas cuantas cuadras después se notaba que estabas cansado, o adolorido, siempre querías salir. Nuestros paseos, 11 años de paseos.
Ayer cumpliste 11 años. Nunca supe en realidad si la fecha de tu nacimiento era el 15 de Octubre del 2002, o de dónde salió. En realidad te conocí hasta Diciembre de ese año, cuando eras un cachorro que se orinaba cada vez que yo llegaba a casa de Rafa, tu dueño original. Recuerdo a Abraham cargándote y poniendo tus patas sobre el cristal del coche, cuando llegué por ti. Hay muy pocas fotos de esa época (todavía no tenía la cámara digital) y no tengo ninguna de cuando eras un cachorro pequeño. Inclusive, y muy desgraciadamente, no recuerdo mucho esas épocas. Recuerdo muy bien el primer camping al que fuimos, en el que te “divertiste como enano” – diría Rafa – en un pequeño lago, con barro y lodo por todos lados.
Afortunadamente, Lucía recuerda detalles de tu infancia que yo ya no tenía presentes:
Yo me acuerdo mucho de él cuando era cachorro, pasaba tiempo con él. Para ese primer invierno lo tuvimos con un sweater azul marino que orinaba de vez en cuando y en el que se veía muy chistoso. Tenía las orejas caídas y suaveciiiitas suavecitas. Quería enseñarle trucos y creo que hasta llegó a rodar bajo mis órdenes. A veces me salía a tomar el sol con él. Me gustaba jugar con él a la pelota, me hacía perseguirlo de un lado al otro del patio mientras el caminaba muy-muy con las orejas hacia atrás.
Siempre me sorprendió su mirada tan humana, profunda y por alguna razón triste. Siempre me gustaron sus patas gordas. Y siempre me gustó ver cómo interactuabas con él; se volvían tan transparentes y uno sólo podía ver la nobleza de ambos. Nunca entendí por qué lloraba.
Eres lo más cercano a un hijo que he tenido, y me ha tocado verte crecer. De ser un cachorro nervioso, a ser un perro jóven, fuerte, elegante e imponente. De no hacer mucho caso (no porque no entendieras, sino porque no se te daba la gana hacer caso) a tomar la vida con más tranquilidad, hacer caso, acompañar, más que ir tu por tu lado. Verte envejecer, ver cómo se te llenaba el hocico de canas.
Dicen que un padre no debería vivir la muerte de sus hijos. Y estoy totalmente de acuerdo. Pero intento ver el lado positivo: me tocó ver toda tu vida. Me tocó verte crecer, madurar, envejecer.
Te vas, me tengo que despedir, pero nunca he sido bueno para las despedidas. Nunca he sido bueno para dejar ir. Aún cuando sabía de antemano que lo más probable es que yo viviera más que tu, enfrentarme a tu partida inminente me cuesta trabajo. Y más porque estoy a miles de kilómetros y no puedo acompañarte físicamente. No puedo abrazarte y decirte que está bien, que puedes partir. Que nos hiciste felices. Que muchos de los momentos felices de los últimos años fueron a tu lado, mientras paseábamos. Que contigo crecí. Pero a pesar de todo lo que me hiciste feliz, ahora me duele saber que otro de mis amigos se va. Y que como los demás que se han ido, por diversas situaciones no puedo estar a tu lado cuando suceda.
Quiero aferrarme a los recuerdos juntos. A los campings a los que tanto te gustaba ir, en donde te divertías y disfrutabas tanto. Persiguiendo vacas, buscando la pelota, asoleándote – siempre te gustó tomar el sol – o protegiéndote de la lluvia dentro de la casa de campaña. Perdiéndote – o cuando menos eso nos parecía a nosotros – algún camping por la noche, donde nos tuviste por un buen rato buscándote. Inclusive a todas esas noches, mientras vivías todavía en la casa, en que te me escapabas y terminabas en los basureros. Aferrarme a ver cómo bajabas las escaleras de la oficina, tu particular algoritmo para solucionar esa vuelta izquierda, que implicaba una vuelta completa hacia la derecha. Nunca entendí porqué. Y también a todas esas veces en que las neuronas que controlaban el “puedo bajar las escaleras sin caerme” se desactivaban y entonces estabas desesperado en la puerta sin poder bajar. Y tus expresiones y sonidos, de alegría, de alerta. Recordar aquella vez que te comiste la carne que Mamá Yoli iba a preparar para la comida. Jugar a la pelota contigo, perseguirte, verte correr. Los baños que tan poco te gustaban, pero que aguantabas de la manera más estoica posible sabiendo que después del baño vendría un paseo, y ver (o imaginar, no importa) que a pesar de lo que habías “sufrido” en el baño, te sentías limpio y más guapo, y se te notaba en la expresión.
¿Cómo me despido, cómo te dejo ir? Aún cuando vivo hace 3 años lejos de ti, aún cuando las 3 veces que he ido y he regresado me he despedido de ti pensando que sería la última, verlo ahora tan claramente, saber que no podré volver a verte más que en fotos y vídeos, me duele en el alma.
Recuerdo las veces que me he despedido de ti, pero no quiero pensar en esta, la última.
El 19-Octubre-2013, por ahí de las 10-11 horas, Xeón murió. Sus últimos días, según me dice mi padre, estuvieron relativamente tranquilos.
Te voy a extrañar, como te llevo extrañando, todos los días.
Gracias, porque mi vida no sería lo que es ahora si no hubieras llegado a acompañarme hace casi 11 años.
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